Por Julio Levit Koldorf
En 1492, España expulsó a su población judía, una tragedia monumental para el judaísmo sefardí. La existencia de un “pueblo palestino” ni siquiera era un concepto en aquel momento, ni se discutió cuando, siglos después, el gobierno títere nazi de Noruega envió a los últimos judíos de Oslo a campos de exterminio en 1942.
Esto ocurrió mucho antes de Netanyahu o de la creación del Estado de Israel. De hecho, el primer ministro de Irlanda, Éamon de Valera, llegó al extremo de expresar sus condolencias por la muerte de Adolf Hitler en 1945, un gesto impactante que pone de relieve la complicidad histórica de Europa con la violencia antisemita.
Avanzamos rápidamente hasta el día de hoy: España, Noruega e Irlanda han dado el valiente paso de reconocer unilateralmente el Estado de Palestina, una medida política que plantea más preguntas que respuestas. El primer ministro español, Pedro Sánchez, habló de reconocer un Estado que abarcara Judea, Samaria (Cisjordania) y Gaza dentro de las fronteras de 1967, con Jerusalén Oriental como su capital. Pero ¿a qué gobierno reconocería Sánchez?
Antes de 1967, Cisjordania estaba administrada por Jordania y Gaza estaba controlada por Egipto. Hoy, el territorio está dividido entre la Autoridad Palestina (AP) en Cisjordania y Hamás en Gaza. La AP no ha celebrado elecciones durante casi dos décadas, por temor a perder ante el más radical Hamás. Hamás, una organización terrorista designada, no sólo se niega a reconocer a Israel, sino que llama abiertamente a su destrucción, junto con la de todos los judíos del mundo. ¿Acaso estas naciones europeas están reconociendo a un gobierno cuyo currículo y discurso público están plagados de retórica antisemita y cuyas políticas incentivan la violencia contra los civiles israelíes? Parece menos un movimiento en pro de la paz que una maniobra política arraigada en un antisemitismo latente, como señaló el Centro Simon Wiesenthal.
La tragedia que se desarrolla
Los acontecimientos del 7 de octubre de 2023 reescribieron las reglas del actual conflicto en Oriente Medio. En un ataque sin precedentes, Hamás ejecutó un plan detallado de asesinatos en masa, mutilaciones y secuestros de civiles, dirigidos contra jóvenes pacifistas que asistían a un festival de música. No se trató de una operación militar, sino de un pogromo, un término que la mayoría creía que pertenecía a los libros de historia y que ahora resurge en la cruda realidad de la lucha en curso de Israel.
La intención de Hamás era clara: destruir las perspectivas de un inminente acuerdo de paz entre Israel y Arabia Saudita, el adversario regional de Irán. La escala y la brutalidad del ataque dejaron a Israel sin otra opción que responder con decisión, tratando de eliminar a los autores intelectuales que se ocultaban en las laberínticas redes de túneles bajo Gaza, financiados con millones de dólares que podrían haberse destinado a la ayuda humanitaria.
La estrategia de Hamás es tan cínica como eficaz: utiliza a civiles como escudos humanos, esconde armas en escuelas y hospitales y utiliza la infraestructura de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA) para enmascarar sus operaciones. Cada víctima civil se convierte en una victoria propagandística para Hamás, que pinta a Israel como un Estado criminal. Mientras tanto, Israel sigue dando prioridad a la seguridad de sus ciudadanos, y la Cúpula de Hierro y los refugios antiaéreos mitigan lo que podría haber sido un daño mucho más catastrófico a causa del incesante lanzamiento de cohetes.
La respuesta de Occidente ha sido ambivalente en el mejor de los casos y abiertamente hostil en el peor. Los incidentes antisemitas en Europa han aumentado a niveles nunca vistos desde la Segunda Guerra Mundial, alimentados por una mezcla tóxica de activismo de extrema izquierda y extremismo de extrema derecha. Ambos extremos del espectro político han encontrado puntos en común en su desdén por Israel, encubriendo sus prejuicios con el lenguaje de los derechos humanos. Sin embargo, la hipocresía es flagrante: quienes denuncian en voz alta las políticas israelíes tienen poco que decir sobre los verdaderos regímenes de apartheid en Oriente Medio, donde las personas LGBTQ+ enfrentan persecución y los derechos de las mujeres son prácticamente inexistentes.
La distorsión progresista
Una de las contradicciones más flagrantes reside en la postura de los progresistas contemporáneos. Las élites privilegiadas de la sociedad occidental, que gozan de libertades impensables en Oriente Próximo, se sienten con derecho a criticar a Israel, una nación que garantiza esas mismas libertades a todos sus ciudadanos, incluida su minoría árabe (que comprende el 20% de la población). El progresismo se ha transformado en una ideología que no es inclusiva ni igualitaria, sino excluyente y elitista, ciega a las realidades de la vida bajo regímenes autoritarios en Gaza, Siria o Irán.
Aún más paradójica es la convergencia del antisionismo de extrema izquierda con el antisemitismo de extrema derecha. La derecha radical, tradicionalmente hostil a las comunidades judías, ahora se encuentra de acuerdo con segmentos de la izquierda progresista que equiparan el sionismo con la supremacía blanca. Esta alianza impía es un duro recordatorio de los peligros de los extremos ideológicos y las peligrosas consecuencias de alinearse con regímenes autoritarios en nombre de la justicia social.
La apuesta calculada del terror
Para Hamás, la guerra no consiste sólo en derrotar militarmente a Israel, sino en una campaña de propaganda diseñada para manipular la opinión mundial. Cada imagen de una víctima civil palestina, cada historia de una casa destruida, se utiliza como arma para erosionar la legitimidad de Israel. No se trata de un efecto secundario, sino del meollo de la estrategia de Hamás: provocar una respuesta que suscite la simpatía de Occidente y la condena de Israel, fracturando así cualquier posible unidad entre las naciones árabes que buscan normalizar las relaciones con el Estado judío.
El desafío que enfrenta Israel es inmenso. El trauma del 7 de octubre sigue vigente y lo que está en juego es más importante que nunca. La tarea no consiste sólo en neutralizar la amenaza inmediata que plantea Hamás, sino también en navegar por la compleja red de la opinión internacional, influida por décadas de narrativas distorsionadas y prejuicios profundamente arraigados contra el Estado judío.
El camino hacia adelante
Si Europa verdaderamente busca la paz, primero debe enfrentar su propio antisemitismo histórico y la manifestación moderna de ese prejuicio. El reconocimiento unilateral de un Estado palestino sin un liderazgo claro, democrático y pacífico sólo envalentona a grupos como Hamás, que prosperan en el caos y el conflicto. En lugar de ayudar a la causa palestina, esas acciones prolongan el sufrimiento de los civiles palestinos, atrapados entre una organización terrorista que explota su difícil situación y un mundo que los utiliza como peones en un juego de ajedrez geopolítico.
El único camino viable hacia una paz duradera es el diálogo genuino y el reconocimiento de las realidades históricas y actuales de la región. Esto requiere una comprensión matizada que vaya más allá de las narrativas simplistas y reconozca las legítimas preocupaciones de seguridad de Israel, un país del tamaño de Nueva Jersey rodeado de entidades hostiles.
Para Israel, el objetivo sigue siendo claro: proteger a sus ciudadanos, eliminar las amenazas y buscar un futuro en el que sus vecinos prefieran la cooperación al conflicto. Para Europa y el resto del mundo, el desafío es distinguir entre el verdadero apoyo al pueblo palestino y el apaciguamiento de las ideologías radicales que perpetúan la violencia y el odio. Cualquier otra cosa no es un paso hacia la paz, sino una regresión a los capítulos más oscuros de la historia.
El Dr. Julio Levit Koldorf es investigador postdoctoral sobre antisemitismo político en la Universidad de Valencia y la Universidad de Zaragoza, España.